martes, 22 de mayo de 2012

Los otros


Mis papás me engañan, tienen otra familia.

Esta revelación me llegó de golpe, a los siete años, mientras veía la televisión. A esa edad, me pareció muy lógico: se olvidaban de recoger mis calificaciones, su silla era la única vacía en las juntas y la mayor parte del tiempo llegaban tarde a los festivales y todo lo que recibía a cambio eran excusas. Por eso empecé a sospechar que tenían otra familia.

A los ocho y medio comprendí que no eran excusas, que su trabajo era real. De otra forma no se explicaba que llevaran tanto a casa. Pero eso no eliminó mis sospechas sobre la otra familia. En algún lugar debería estar metida, y yo iba a descubrirlo.

Cuando cumplí diez comenzó a molestarme que compraran juguetes y dulces que no eran para mí. Que conversaran sobre niños que no era yo y dijeran cosas alentadoras sobre ellos. Entonces supe que la otra familia estaba compuesta por ellos, por “los otros”.

A los doce le encontré las ventajas a la situación. Descubrí que “los otros” resultaban más problemáticos para mis papás que yo, así que aunque incumpliera con alguno de mis deberes nunca estuve por encima de los corajes que ellos les provocaban.

A los quince, noté que cada año, para mediados de junio, por alguna extraña razón, mis padres entristecían y era hasta agosto que recuperaban su entusiasmo. Como no encontré otra respuesta, culpe a “los otros”.

Varias veces los sorprendí trabajando hasta noche y los escuché preocupados por “los otros”, por su futuro, por su situación, porque no lograban hacerles entender tal o cual cosa. Fue entonces cuando advertí que “los otros” no eran tan diferentes a mí.

Una tarde, mientras paseaba con mi padre por la plaza, un hombre unos diez o quince años mayor que yo se acercó a nosotros y lo saludó efusivamente. No sabe cuánto le agradezco, le dijo. Usted verdaderamente cambió mi vida; de joven no fui capaz de darme cuenta, pero ahora sé lo importante que son las cosas que quería enseñarnos, concluyó. Seguí la conversación con atención, y con cada palabra iba dándome cuenta de lo trascendental que fue mi padre, no sólo para él, sino para muchos otros. Qué suerte tienes de que sea tu padre, me dijo el hombre antes de despedirse.

La profesión de mis padres no les permitió estar todo el tiempo conmigo mientras crecía, pero jamás me descuidaron. Tenían la labor de adoptar por cierto tiempo a otra familia, y de responsabilizarse por ella. Su misión era guiar a los hombres antes de ser hombres. Su tarea era la de cimbrar y sembrar a los jóvenes. Su vocación: el ingrato y minucioso arte de enseñar.

Confesé, avergonzado, lo que pensé durante tantos años. En cierto sentido tenías razón, me dijo mi padre. Los buenos maestros, los verdaderos maestros, ven en cada alumno a su hijo. La diferencia es que a unos tienes que enseñarles en un muy poco tiempo lo que a los otros les enseñas en toda una vida.

Sabes que es lo mejor, dijo mi padre de regreso a casa, que los hijos no reprueban y siguen en tu clase aunque pasen de año.

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