lunes, 7 de mayo de 2012

El adiós






Margarita Orozco Escamilla

El adiós

Susana se dirigió al lecho de su madre moribunda a causa del cáncer uterino que le fue detectado tardíamente, cuando ya nada podían hacer los médicos por salvarla del enemigo nefasto.

Recordó Susana la vida con su madre, mientras mesaba la escasa cabellera de una mujer aún joven en años, pero avejentada en achaques y sin apenas fuerzas para incorporarse un poco. Yacía penosamente apenas cobijada entre mantas que dejaban adivinar un cuerpo enjuto y en extremo delgado. “Déjate llevar”, le dijo a su madre, mientras cavilaba en la idea de que tal vez la agonizante ya no la escuchaba. ¿Cómo saber, si su respiración era entrecortada y apenas un gemido daba indicios de una vida que se extinguía ante los ojos de una llorosa hija de apenas doce años?

Se avecinaba para Susana una soledad y un inminente vacío ante la falta de su progenitora. Juntas habían vivido siempre y juntas habían sorteado cada problema que el destino les deparaba a cada paso. Dos mujeres, una era una niña y la otra una madre sin mucho seso de qué presumir, pero con un corazón muy grande que albergó a cuantos la quisieron tener por un rato. Se entregó así, nada más, siempre a la espera de que alguien recogiera a ese tierno ser que pedía a gritos mudos que alguien, quien fuera, la retuviera para sí. Nunca sucedió.

Susana apenas comprendía qué pasaba cuando desde muy niña miraba a tantos hombres entrar y salir del cuartucho que compartía con su amorosa madre. Visitas efímeras que duraban lo mismo que una entrega carnal burdamente satisfecha. Recordaba la forma en que su madre la mandaba al patio de la vecindad a jugar con otros niños mientras el breve trance tenía efecto. Cuando volvía al cuchitril su madre sonreía con tristeza y abrazaba a la pequeña con amor indescriptible. Susana se sentía segura en los cálidos brazos de su madre.

Amaba a su quejosa madre por sobre todas las personas y por sobre lo escaso que conocía del mundo. Y ahora era el momento de estar mucho más cerca de ella, en el trance final, mientras por su memoria pasaban raudas imágenes de tiempos cercanos pero a la vez lejanísimos, cuando su madre la llevaba de la mano a comprar alguna golosina o alguna muñequita de cartón con sus vestiditos de papel para recortar.

Susana había crecido rápido pese a los mimos de una mujer cariñosa que siempre la protegió de todo lo que se presentara adverso a la niña a los ojos de una madre ingenua, pero madre loba hacia su lobezno, la mejor defensora de la inocencia de su cría.

“Déjate llevar”, dijo la pequeña Susana y así se despidió de una madre que se llevaba para siempre el amor que ninguno quiso, toda la ternura que hubiera sido capaz de dar a cambio de compañía. Susana se quedaba en ese momento privada del ser que más la amó y quien por ella dio lo único que tenía a los demás, su cauto corazón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario