domingo, 29 de abril de 2012

Cuando pasa la infancia

Luis Ricardo Guerrero Romero

Pero al pernoctar el recuerdo en un vagón de aquella región, el amable maestro de quien nunca se supo su infancia, porque él no era precisamente de ese lugar de donde solía impartir las clases de matemáticas, de donde le solían pagar un par de gallinas por cada quincena de trabajo. Seguramente él no había planeado así su futuro, ni mucho menos así su profesión, pero no le quedaba más que recordar que tal ves todo fue debido a su pasado, un pasado que nunca jamás quiso mencionar, hasta estar en su lecho de muerte, donde me departió de cuando pasa la infancia…

El profesor Balbuena ciertamente nunca fue el mejor de su carrera, sin embargo solía hacer las cosas lo mejor que se pudiera, en vistas a poder concluir para luego con su paga, llevar un poco de suerte a su desafortunada casa. En su casa, jamás nadie había estudiado hasta el nivel en el que él se encontraba, mas luego del dejar pasar los años, −como si uno les diera permiso de pasar− Balbuena se vio frente al espejo con una toga y su birrete y se sintió todo un gran profesionista, pues la cultura le había hecho pensar que el habito hacia al monje, partió a el lugar donde se encontraban sus demás colegas, que ciertamente eran más sus rivales desde ese día, y pronto de una docena de fotos regresó a su casa con el corazón henchido, unos abrazos de sus padres otros más de sus hermanos y el mismo abrazo que él se dio, antes de ir a dormir. Recordaba tal vez una antigua felicidad que otrora le había surgido, la felicidad de ser niño. Balbuena antes de morir me lo dijo y ahora yo te lo cuento, y lo que cuento es que, uno no sabe bien, de cuando pasa la infancia. El sentimiento pueril nunca deja de suscitarse en el hombre, −me decía mi maestro-, el sentimiento de niño, termina en este momento, en el de la muerte, precisamente aquí se deja de ser niño y se convierte uno en hombre. –realmente no le entendía a mi maestro de matemáticas, siempre tan preciso, tan exacto y calculador, y ahora junto a un rosario de cuentas, 50 y una cruz, parecía divagar en un asunto del que nunca imagine me podría contar. −Escúchame bien mi más ilustre estudiante, la infancia nunca termina sino hasta este momento, en el instante en el que enfrentas a la muerte tu solo, sin tus padres, sin tus amigos y amigas, con alguien que te escuche, es demasiado. Te admiro por ser a mi lado. –Reiteraba Balbuena-. –Profesor Balbuena, dije, por qué pensar en algo que ha pasado hace ya muchos ayeres en este momento, no tiene que pensar en su infancia, eso ya lo dejo usted años atrás, ahora agradezca los frutos que ha venido cosechando, −¡no, aun no me has entendido!, yo nunca he dejado de ser niño, jugaba a los números con ustedes, jugaba a los exámenes con ustedes, a los cincos y a los diez, a los compórtate como estudiante también jugaba, jugaba sencillamente a vivir, todo en mi vida, que hoy parece acabar era un ludus, porque en los juegos se gana, se pierde, se ríe, se llora, se convive o se puede jugar solo, pero con esto de la muerte, no puedo jugar, en este soplo no puedo jugar más, y creo que he vivido una infancia perene- parcial, un juego de vida, una vida de juego, ahora ya no más, se me acaba totalmente el juego, se me acaba totalmente. –Entonces, pensé estar comprendiendo lo que Balbuena me decía, y lo compartía era una lección de vida, o una lección de muerte, donde comprendía que los 30 de abril no eran los días de los niños en su totalidad, sino que cada minuto uno es nuevamente niño, pues las facultades del niño, son tan efímeras como las facultades de cualquier adulto o joven, que los minutos y problemas de joven, son tan importantes como los de un anciano y del niño, que las matemáticas, hicieron de Balbuena el hombre más infantil. ¡Yolanda!,−me dijo mi casi antiguo profesor−, Yo no creo en que la vida termine de un hálito, ni creo que el hombre sea menos etéreo que los números, creo que cuando acaba la niñez es cuando decides dar muerte, y yo decido seguir jugando, pero la muerte humana decide jugar conmigo, como una niña juega conmigo, Yolanda, Yo-lan-da, Yo…. −y Balbuena suspiro, como cuando de niño abrazaba a su madre, como cuando de niño jugaba a las alegrías.

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