sábado, 7 de abril de 2012

Semana santa 1967

Margarita Orozco Escamilla

Recuerdo a mis padres siempre, sobre todo en fechas memorables en las que quienes les hemos sobrevivido hacemos recorridos mentales de nuestras infancia al abrigo de ese matrimonio ejemplar que formaron por tantos años de feliz convivencia en la que todo era respeto, cariño y sobre todo obediencia a sus preceptos y mandatos. Una vez que emitían una orden no había hermano o hermana que se saliera del redil y dócilmente cumplíamos sus deseos, que casi siempre eran en nuestro beneficio, hasta cuando nos obligaban a comer algo que nos desagradara o a recoger el tiradero de juguetes que dejábamos luego de un rato de esparcimiento, siempre y cuando los deberes escolares estuvieran acomodados en las respectivas mochilas.

Todo era obedecer. Mamá vigilaba que nuestros uniformes fueran planchados y almidonados por Guillermina, la fiel mucama de tantos años; almidón que me causaba un tremendo escozor en el cuello y los puños, pues el componente para endurecer las áreas de las límpidas blusas era de una consistencia áspera y lijosa. En mi caso, siempre con pelo largo y que como mi abuelo Salvador decía, le recordaba el trigo en los campos, mi madre me peinaba con dos trenzas gruesas y largas, que acababan con primorosos moños blancos de listón brillante. Los choclos negros debían estar boleados, su piel reluciente y lustrosa luego de varias pasadas con el cepillo y la cera que contribuía a darles ese acabado de espejo negro. Siempre me pareció que el rigor que mis padres imprimían en nuestra formación era semejante al que se vivía en una academia militar; todo orden, todo al punto. Tareas y trabajos inmaculadamente presentados y que ganaban estrellitas adheribles al papel en figuras engomadas al reverso y con vivos colores al anverso. Mi hermana Carmen era quien mejor se desempeñaba tanto en casa como en el colegio y para ella tanto asistir a clases como estar de vacaciones era prácticamente lo mismo: rigidez en su rutinario comportamiento.

No era lo mismo para mí. En cuanto sonaba la campanilla anunciando el fin de clases el último viernes antes de las anheladas vacaciones escolares yo salía presurosa, arrastrando la mochila por los pasillos a correr por el patio y salir a encontrar el carro en que mamá nos recogía para llevarnos a casa. Desde ese momento me transformaba soltando los apretados nudos de mis cabellos para dejar libre una melena leonina. Aventaba los zapatos y la armadura de la blusa para quedar en una simple playerita para aguantar mejor el calor en un auto sin aire acondicionado y a temperaturas que por las fechas de Semana Santa fácilmente rebasaba los cuarenta grados.

Mis vacaciones transcurrían entre juegos y travesuras. Lo que más me gustaba era cantar a dúo con una Rocío Durcal que en aquellos tiempos tenía diecisiete años y entonaba letras como “Don Quijote”, “La niña buena”, “Acompáñame”. Mi mayor lujo era oír la voz de la españolita en una gran consola donde también oíamos música clásica, a Pedro Vargas, Libertad Lamarque y otros de épocas lejanas, grabada en pesados discos long play

Un viernes Santo, el de 1967, tenía yo diez años, y luego de comer en familia rezamos el Vía Crucis dirigidos por mamá y ante el contrito semblante de papá. En cuanto el rezo terminó le pedí a papá que pusiera en la consola el disco que tanto agrado me causaba y él se negó, cosa rarísima en alguien tan consentidor de gustos sencillos. Se quedó muy serio y me dijo que era Viernes Santo, que si acaso yo no sabía que Cristo había muerto precisamente a esa hora en que yo, irreverente, pretendía cantar olvidando el martirio en la cruz. No, no era posible en toda esa tarde tener otro pensamiento que no fuera la dolorosa pasión de Jesús. Triste me quedé por no poder escuchar y cantar a la par con la linda Rocío, para en su lugar meditar en mi pensamiento de niña el suplicio de Dios hijo en la agonía de sus últimas horas.

Ahora, tantos años después me pregunto dónde quedó ese fervor, ya que a lo sumo en Semana Santa lo que más viene a mi mente es la holganza, y si se puede, que sea en una playa, con breve atavío, la melena desgreñada con voz desafinada por los alcoholes, pero siempre siguiendo a la melodiosa Rocío en su inolvidable “Amor eterno”.

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