sábado, 7 de abril de 2012

La Pasión


-R-

Fue un domingo, hace años, que entré por esa calle; la gente en la banquetas a ambos lados con banderitas, gorritos… festejaban. No a mí, yo solamente pasaba. Nunca pensé permanecer; eso no es para mí, no desde que escape de casa, joven aún y me dediqué a prodigar los efectos curativos de ciertos productos naturistas para sobrevivir, pero por alguna extraña suerte del destino encontré un motivo para estar.

Siempre he procurado permanecer menos de un mes en un mismo lugar, en lo que acabo con el mercado en ese pueblo o ciudad, y me traslado al siguiente, constantemente en una ruta improvisada, pero en esa ocasión algo cambió… aunque no puedo definir exactamente el qué. Digamos que fue como una revelación, aunque no espiritual, sino más bien de la carne.

Fue con una clienta, de esas que busco de puerta en puerta, a las que predico con el ejemplo (tomando frente a ellas esta pastillita, untándome aquella pomada) para una mayor atención y credibilidad. No sé qué le vi, pero tras venderle mis milagros por un módico precio y marcharme sentí la necesidad de regresar a ofrecer todo el repertorio, inclusive las que prometían una juventud más longeva, a pesar de que era o aparentaba ser desvergonzadamente joven. La solución me llegó de ella, que me gritó, preguntando si podría pasar dentro de dos semanas, por si necesitaba otra cosa.

Se llamaba María de la Cruz. Los supe después, cuando volví a verla, siempre oculto tras los olores de mi medicina alterna. Cuando decidí que me quedaría en ese lugar procuré conseguir donde vivir, y conseguí un cuartucho vecino del de una pareja joven, que de inmediato intimo conmigo debido a sus necesidades sexuales y mi disponibilidad. Él era Juan José y ella Juana María y con ellos, además del sexo, conocí muchas cosas, como ese cerrito a espaldas del pueblo que me conquistó con su atardecer exquisito.

Pasó el tiempo y aunque conocí más personas e incluso tuve una o dos relaciones afectuosas no podía dejar de ver a Crucita, pensarla e incluso imaginarla en el cuerpo de Juana cuando se lo hacía. Y creo que fruto de esa mentalidad fue que Juana María creyó que yo estaba enamorado de ella, al punto que un día, sin Juan presente, pasó a mi cuarto y me beso, acarició y lo hicimos de una manera tan diferente a la de siempre, que creo que fue amor. Para estos tiempos me enteré que el objeto de mis pasiones tenía una pareja, un dandi que le prometía el mundo y nunca le cumplió, por lo que yo no tuve problema en tomar mi vendetta privada utilizando el amor de la Juanilla. Aunque claro debí pensar que no duraría mucho.

Además de nuestros encuentros furtivos seguíamos teniendo relaciones con Juan, quien debió ver que el modo de tratarnos su pareja y yo fue distinto, al grado que un día, con Juana del brazo, se presentó en mi puerta y me informó que nuestro juego había terminado y me pidió que no volviera a buscarlos. Dos semanas más tarde se marcharon del cuarto. Yo entonces comencé un declive emocional, causado mayormente por sentir que ya no podría ejecutar mi venganza. La desesperación me hizo tomar decisiones erróneas, como el hecho de declarar mis sentimientos por Crucita. Ella me rechazó. Desde ahí todo empeoró. La desesperación se volvió tal que un día le armé tal escándalo que su novio se sintió en la necesidad de llamar a la policía, quienes, por sus ordenes, me molieron a palos. Cuando creyeron que moriría el comandante se “lavó las manos”, ordenó que me dejaran en algún callejón y me dieran un par de puntapiés más, por si acaso.

Su plan falló y sobreviví. Como pude llegué al cuartucho y me encerré hasta que hubo mejora y pude moverme sin tanto dolor. Entonces decidí que si no era por las buenas sería por las malas. Con una calma fúrica comencé a espiar la rutina de Cruz y su novio, y cuando estuve seguro de cómo saldrían las cosas me deslice dentro de la casa de mi amada y la violé. Así, tal cual. La amordacé y jugué con ella y su terror hasta que sentí que no podía más. Entonces le abrí las piernas y la penetré. Mi furia era tanta que no noté que le presionaba el cuello hasta el momento en que pensaba irme. Mi mano dibujó un rastro morado en su garganta, ella no se movía. No sentí que hubiera hecho algo malo, muy por el contrario decidí que, debido a que no podría resistirse, me la llevaría. Me la puse en el hombro y caminé. A medio trayecto de la casa reconocí la silueta de aquel cerrito recortándose en los primeros albores del día y decidí ir para allá. No hubo nada que me detuviera, ni una sola persona que me gritara alguna obscenidad, nadie que me ofreciera agua ni una toallita para secar el sudor, mucho menos alguien que pudiera ayudarme con mi carga. Sólo caminé y caminé, con la Cruz a cuestas.

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