domingo, 12 de febrero de 2012

De un hombre para sí mismo


Miguel Ángel Rivera Ruiz

Para ti.

La tarde entraba a raudales a través de los poros de la cortina. La alcoba tenía el verdor pálido de las alas de una gigantesca libélula. En medio de un andrajoso lecho reposaba un cuerpo; las sábanas no alcanzaban a cubrir su desnudez. Llamativo, viril, con la ancha espalda vuelta al techo, abriendo un delicioso surco que viene de debajo de los hombros hasta las nalgas, firmes, casi infantiles. Perecía bajo el cansancio.  No lejos se encontraba un joven tendido con la cara y los ojos en la vacuidad del atardecer; igualmente desnudo, sonoro a la rapidez con que absorbía el aire que manaba de la habitación. Era su rostro tan genuino como la luna, de atardecer el ensortijado cabello, asesinos sus ojos, fuente los delineados labios. Atento a las voces de su piel,con los poros aún ardiendo de pasión, miró a  donde dormía el nuevo amante. Era lo suficientemente hermoso para una fiera que busca llevar hasta su nido plumajes que después robará para si mismo. Miraba sin recordar de quién se trataba. Empapado por el deseo, una gota de sudor le bajó hasta los labios y como un predador que reconoce el olor a sangre le abalanzó un lujurioso frenesí por acabar con aquello de una vez.  Continuaban los estertores, ardiendo se levantó para mirar una vez más su presa. Pronto la  poca luz mostró su cuerpo magnifico, ancho de hombros, erguido por unas piernas propias de los cazadores, observaba como quien hace un crimen que tiene años haciendo y  al que aún no se acostumbra.  Se llevó la mano a la boca para no gritar y en aquellos ojos se adivinaba el terror de un dolor como quien sabe que va a morir.  La pronta obscuridad ejercía sobre la expresión cansada un juego que sólo la locura es capaz de maniobrar. Apenas el terror ofrecía una leve molestia al cuerpo que se mantenía en la misma posición. Devoraba aquel rostro transfigurado, devuelto de un infierno, era suyo. Ahora el Horror le consumía: sin darse cuenta estuvo entregado a su propia figura que nada tenía ya de suculenta. Se había abrazado a su miseria, apretando, arañando, chupando con ansias el mismo cuerpo ciego de lujuria. Intentaba arrancarse el rostro que ahora poseía las arrugas del asco. Ahí estaba él, plácido como un fantasma que ha satisfecho su deseo más negro: amarse a sí mismo sobre todas las cosas. 

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