Hugo Enrique Torres Loredo
El ritmo del flamenco y la obscuridad del bar lo hacían sentir que estaba en una taberna española. Siendo parte del elenco de una película de Almodóvar, protagonizada por Penélope Cruz. En realidad, Dany nunca había viajado a España, nunca había estado en una taberna española, no sabía si Almodóvar había filmado una película con un escenario como ese y mucho menos había visto una película de Penélope Cruz donde ella fuera bailarina de flamenco. Pero él así lo imaginó.
El redoble del tambor lo trajo a la realidad. Estaba en el segundo piso de un bar del que nunca supo el nombre y si lo supo lo olvidó. Sentado junto a la ventana, que daba una vista magnífica de la Plaza del Carmen. El imponente templo barroco a la izquierda, y al frente un bellísimo palacio colonial, convertido ahora en Museo de la Máscara. Y entre la iglesia y el museo, la joya de la corona, el monumental Teatro de la Paz, una construcción inspirada en el mundo helénico, coronada con un águila porfiriana.
La plaza entera, incluidos los jardines, bancas, fuente, escalinatas, rincones y recovecos era invadida por cientos de personas, todas espectadoras de la Procesión del Silencio, la mayor muestra del fervor católico de la ciudad, una marcha fúnebre que representa el tormento y calvario de Cristo y María, la Virgen.
Esa noche el bullicio de la gente, los tambores y trompetas eran insignificantes, para él lo verdaderamente importante era que estaba acompañado por Gaby, una de sus mejores amigas. Ella había terminado una relación de algunos años con su novio, y habían ido a aquel bar a ahogar las penas de amor con alcohol.
Al llegar el lugar estaba vacío y los meseros les avisaron que esa noche tendrían un show de flamenco, cosa que no les importó en lo más mínimo, pues ella iba a llorar por el amor perdido y él a escuchar y apoyar a su amiga.
Pidieron una botella del mejor tequila y tras la primera copa empezó el lamento de Gaby. Danny como el mejor de los amigos escuchó, consoló y aconsejó lo mejor que pudo, aunque por dentro se preguntaba ¿qué podía él aconsejar?, si en asuntos del corazón tampoco había tenido suerte.
Algunas horas después comenzó el show. Hasta entonces habían permanecido aislados por su conversación y no se dieron cuenta en qué momento el bar se había llenado. Gaby estaba más tranquila o al igual que Dany un poco ebria. La voz de la cantante los hizo salir de la burbuja de desamor en que estaban inmersos. Era una mujer gorda que cantaba divino, aunque como la mayoría de los españoles, inentendible lo que decía o en ese caso cantaba.
El ambiente no podía ser mejor. Afuera, la plaza a oscuras, iluminada sólo con las luces de las cofradías, el redoble de tambores, trompetas y sainetes dedicados a la Virgen; adentro el bar iluminado por velas, la voz nostálgica y la música creaban el ambiente perfecto para lo que pudiera surgir.
Sin saber cómo, Dany empezó a intercambiar miradas con uno de los chicos del grupo. Era el más joven, tocaba el tambor y se llamaba Sebastián, aunque al día siguiente Dany no estaba muy seguro del nombre.
Las miradas y risas coquetas entre Dany y Sebastián siguieron durante la primera parte del show, después la cantante anunció un intermedio de 20 minutos, prometiendo volver para seguir amenizando la noche.
Dany dio un fuerte aplauso a los músicos y se puso de pie. Avisó a su amiga que iría al baño y empezó a caminar.
Cuando entró al baño, Sebastián estaba inclinando sobre el lavabo inhalando una larga línea de cocaína. -¿Quieres?- preguntó y volvió a inhalar. Con la cabeza contestó que sí y se unió al festín. Después de dos o tres líneas empezaron los besos. Pronto quedaron desnudos, urgidos por la adrenalina de lo prohibido y el miedo de ser descubiertos.
Nadie los interrumpió. Para su suerte ninguno de los tantos hombres que había en el bar necesitó hace uso del baño. Después de una sesión de malabares y contorsiones, no por la variedad de posiciones sexuales, sino por lo reducido e incómodo del espacio, los intrépidos amantes terminaron sus labores amatorias.
Agotados, cansados y sudorosos se vistieron, besaron y sonrieron. Sebastián salió primero y enseguida se reincorporó al grupo. Estaba a punto de iniciar la segunda ronda musical.
Dany regresó a la mesa con su amiga, no sin antes acomodarse la camisa y peinar su cabello. Ella lo notó algo extraño pero hizo comentarios.
Siguieron los tragos, las canciones y el baile flamenco. En el olvido quedaron las penas. Los amigos se entregaron a la noche, a los aplausos y las canciones melancólicas de la Madre Patria.
Tras una pausa de los músicos y un trago de tequila, Dany comprendió que aquella noche sería inolvidable. Había tenido sexo con un español desconocido, al cual esperaba volver a ver algún día y repetir la sesión de malabares y contorsiones. Pero sobre todo porque ese Viernes Santo había estado con Gaby, en un bar del que no sabía el nombre, escuchando música flamenca y digiriendo el desamor con tequila, al grito de olé y aplaudiendo al ritmo melancólico de Lágrimas Negras.
El timbre del teléfono interrumpió un brindis más entre Dany y Gaby.
Se esforzó por ignorarlo, pero seguía timbrando. Se dio por vencido y contesto. ¿Cómo es posible que el teléfono siempre es el culpable de poner fin a las mejores vivencias de las vida?, se preguntó al comprender que sólo había sido un recuerdo que viajó el presente por medio de un sueño.
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