Miguel Ángel Rivera Ruiz
Para ti.
La tarde entraba a raudales a través de los poros de
la cortina. La alcoba tenía el verdor pálido de las alas de una gigantesca
libélula. En medio de un andrajoso lecho reposaba un cuerpo; las sábanas no
alcanzaban a cubrir su desnudez. Llamativo, viril, con la ancha espalda vuelta
al techo, abriendo un delicioso surco que viene de debajo de los hombros hasta las
nalgas, firmes, casi infantiles. Perecía bajo el cansancio. No lejos se encontraba un joven tendido con
la cara y los ojos en la vacuidad del atardecer; igualmente desnudo, sonoro a
la rapidez con que absorbía el aire que manaba de la habitación. Era su rostro
tan genuino como la luna, de atardecer el ensortijado cabello, asesinos sus
ojos, fuente los delineados labios. Atento a las voces de su piel,con los poros
aún ardiendo de pasión, miró a donde
dormía el nuevo amante. Era lo
suficientemente hermoso para una fiera que busca llevar hasta su nido plumajes
que después robará para si mismo. Miraba sin recordar de quién se trataba.
Empapado por el deseo, una gota de sudor le bajó hasta los labios y como un
predador que reconoce el olor a sangre le abalanzó un lujurioso frenesí por acabar con aquello de una vez. Continuaban los estertores, ardiendo se
levantó para mirar una vez más su presa. Pronto la poca luz mostró su cuerpo magnifico, ancho de
hombros, erguido por unas piernas propias de los cazadores, observaba como
quien hace un crimen que tiene años haciendo y
al que aún no se acostumbra. Se
llevó la mano a la boca para no gritar y en aquellos ojos se adivinaba el
terror de un dolor como quien sabe que va a morir. La pronta obscuridad ejercía sobre la
expresión cansada un juego que sólo la locura es capaz de maniobrar. Apenas el
terror ofrecía una leve molestia al cuerpo que se mantenía en la misma
posición. Devoraba aquel rostro transfigurado, devuelto de un infierno, era
suyo. Ahora el Horror le consumía: sin darse cuenta estuvo entregado a su
propia figura que nada tenía ya de suculenta. Se había abrazado a su miseria,
apretando, arañando, chupando con ansias el mismo cuerpo ciego de lujuria.
Intentaba arrancarse el rostro que ahora poseía las arrugas del asco. Ahí
estaba él, plácido como un fantasma que ha satisfecho su deseo más negro:
amarse a sí mismo sobre todas las cosas.
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